Permítame la concurrencia que no me dedique en el post de hoy a comentar temas de actualidad política o social, sino más bien deportiva. O literaria si cabe. Me explico: a la salida de la reunión del Comité Ejecutivo de Hegoalde, he tenido la oportunidad de leer la crónica que Alain Laiseka ha realizado sobre la etapa de ayer de la Vuelta a España para Diario de Noticias de Gipuzkoa y, me ha encantado la forma que tiene de narrar los últimos embates entre los favoritos al podio, ayer, en los kilómetros finales del Alto de la Pandera. Como buen aficionado al ciclismo que soy, ayer disfruté viendo el último final en alto de la Vuelta, especialmente con el resurgir de Valverde, que acabó por castigar a Gesink, quien aprovechando momentos de debilidad del murciano atacó para castigar al líder y finalmente fue él quien se alejó tres segundos más del jersey oro. Os cuelgo la crónica para que la disfrutéis:
Alejandro Valverde aleja , tras rehacerse de un mal momento, a Gesink, Basso y Evans
Samuel Sánchez se sube al podio en La Pandera e intentará arrebatar el segundo puesto a Gesink en la última semana
Alejandro Valverde, en el momento en el que supera a Gesink en la subida a La Pandera.Foto: efe
alain laiseka
Enviado especial
jaén. A las 11.30 surge Alejandro Valverde, traje dorado, mochila al hombro, gafas sobre la cabeza sosteniendo el pelo, en el hall del hotel Nazaríes. Le escolta Fran Pérez, compañero, amigo y confidente en las eternas noches de la Vuelta en las que sueñan los ciclistas con hazañas, heroicidades, batallas épicas y triunfos legendarios, pero extrañan el calor, un abrazo tierno, las caricias, y les escuecen los besos que retienen, los que no dan, los que se pierden. Antes de cruzar la puerta de cristal tras la que le espera el agasajo del pueblo en el trayecto hasta el autobús, el campeón, el ídolo, el gladiador, el guerrero, se relaja, se desprende de su armadura y del yelmo, del escudo, de la espada, y, liberado el corazón, estrecha con cariño a su novia, que le espera sentada en una butaca. Entre besos, una cascada de ellos caen dulcemente sobre el cabello de ella, y caricias de una charla corta, olvida Valverde que le espera la última gran pelea de la Vuelta en La Pandera, el infierno del sur. Lo vuelve a recordar cuando recupera sus armas y cruza solo el mar de gente hasta el autobús. Camina entre palmadas y vítores Valverde. En las escaleras, se vuelve y un beso le despide. Es el último. No espera amor sobre el asfalto. Ni besos.
Es hostilidad lo que recibe. Es la guerra. Una lluvia de disparos, de ataques tan esperados en la montaña andaluza -en Velefique y en Sierra Nevada- que casi no se esperaban. Cayeron en tromba, como la tormenta que empapó el asfalto agrietado de La Pandera y llenó de paraguas y chubasqueros su escueta cuneta, cuando Silvester Szmyd murió a cuatro kilómetros de la cima, se detuvo casi, vacío, y se alzó Ivan Basso. Lo hizo imponente, sentado, los brazos sobre el manillar, los dientes apretados en un gesto supremo de sacrificio, trepando poderoso hacia una curva a la derecha donde la carretera descarnada se pega a la roca y mira al cielo. Es un muro. Un kilómetro por encima del 12% de desnivel y tramos del 14, del 15. El italiano lo encaró decidido, convencido de que era la última oportunidad, el rostro negro de la salpicadura del barro, los ojos inyectados en sangre, la cólera desbordada. Cuando se giró para calibrar el efecto de su demoledor ritmo, vio cuerpos retorcidos, caras desencajadas, lamentos. El más profundo, el de Valverde. También sufría Samuel.
La grieta Pedaleaban ambos en el límite. Enganchados con las garras a los dorsales de Basso, que seguía empecinado en dinamitar la Vuelta, Evans, Gesink y Mosquera. Otra descarga cayó entonces del cielo. Era el australiano, desbancado la víspera en Sierra Nevada por culpa de un pinchazo y rabioso. Superó al italiano, elevó un punto el ritmo y Valverde y Samuel perdieron el paso. Se abrió entonces una pequeña grieta por la que asomó el pánico. Fue un instante, pero el líder vio alejarse Madrid. "Por un momento llegué a creer que se me escapaba la Vuelta". El griterío era ensordecedor y Valverde apenas escuchaba a Eusebio Unzue. Le entendió algo sobre Joaquim Rodríguez. Purito estaba cerca y el navarro le pedía que le esperase. Lanzó la vista atrás el murciano y no vio nada. Volvió a mirar hacia adelante y observó a sus rivales alejarse. Samuel cerca de él, ahí mismo; más arriba, los otros cuatro de los que tiraba Gesink como un poseso en busca del maillot oro.
A Valverde no le invadió el miedo. Ahora es un corredor reflexivo que sabe controlar los nervios en las situaciones delicadas que antaño le desbordaban. Es maduro, experimentado. Está preparado para ganar una grande. Razonó en medio de la crisis. Pensó: "Si me cebo me hundo; mejor coger un ritmo". Lo mismo había hecho segundos antes Samuel, quien, sobrepuesto al mal momento, remontaba con alegría hasta llegar a la altura de Mosquera, que pedaleaba solo después de soltar a Gesink.
"Cogí el 27 y el 25 y para arriba". Lo hizo tan simple Valverde, que dio resultado. Primero, congeló la distancia entre Basso y Evans, que reptaban fundidos ante sus ojos. Un acelerón, un impulso sobre los muelles de sus pies y se colocó a su estela. El murciano había resurgido. Allí cogió aliento, pero no esperó mucho. Otro brinco y capturó a Gesink justo cuando La Pandera deja de ser desalmada y da un respiro a los músculos con un pequeño descenso. Los de Valverde, cubiertos de suciedad, negros, como su cara, su culote y el maillot, rebosaban plenitud. Miró al holandés como lo hacía Coppi cuando se disponía a descuartizar a sus rivales: con hambre. Se volvió a impulsar en la bajada y Gesink perdió dos metros irrecuperables en un tramo de repechos en el que recorrió el líder desbocado. Era un bárbaro. Atila.
En meta, donde había llegado Cunego -el italiano se retirará mañana junto a Ballan para centrarse en preparar el Mundial de Mendrisio- más de tres minutos antes, tras entender que la manera de lograr su segunda victoria de etapa en esta Vuelta era colarse en las fugas, pararon antes que Valverde, Samuel, que se sube al podio tras desbancar a Basso, y Mosquera, más contento con el rendimiento que con el resultado, pues apenas recuperó unos segundos que no le sirven para acercarse tanto como hubiese querido al cajón de Madrid. Allí se ve el líder enfundado en oro. "Tengo un 70% de la Vuelta ganada, pero aún queda el otro 30%", dijo antes de recibir sobre el podio el beso frío de las azafatas.
Samuel Sánchez se sube al podio en La Pandera e intentará arrebatar el segundo puesto a Gesink en la última semana
Alejandro Valverde, en el momento en el que supera a Gesink en la subida a La Pandera.Foto: efe
alain laiseka
Enviado especial
jaén. A las 11.30 surge Alejandro Valverde, traje dorado, mochila al hombro, gafas sobre la cabeza sosteniendo el pelo, en el hall del hotel Nazaríes. Le escolta Fran Pérez, compañero, amigo y confidente en las eternas noches de la Vuelta en las que sueñan los ciclistas con hazañas, heroicidades, batallas épicas y triunfos legendarios, pero extrañan el calor, un abrazo tierno, las caricias, y les escuecen los besos que retienen, los que no dan, los que se pierden. Antes de cruzar la puerta de cristal tras la que le espera el agasajo del pueblo en el trayecto hasta el autobús, el campeón, el ídolo, el gladiador, el guerrero, se relaja, se desprende de su armadura y del yelmo, del escudo, de la espada, y, liberado el corazón, estrecha con cariño a su novia, que le espera sentada en una butaca. Entre besos, una cascada de ellos caen dulcemente sobre el cabello de ella, y caricias de una charla corta, olvida Valverde que le espera la última gran pelea de la Vuelta en La Pandera, el infierno del sur. Lo vuelve a recordar cuando recupera sus armas y cruza solo el mar de gente hasta el autobús. Camina entre palmadas y vítores Valverde. En las escaleras, se vuelve y un beso le despide. Es el último. No espera amor sobre el asfalto. Ni besos.
Es hostilidad lo que recibe. Es la guerra. Una lluvia de disparos, de ataques tan esperados en la montaña andaluza -en Velefique y en Sierra Nevada- que casi no se esperaban. Cayeron en tromba, como la tormenta que empapó el asfalto agrietado de La Pandera y llenó de paraguas y chubasqueros su escueta cuneta, cuando Silvester Szmyd murió a cuatro kilómetros de la cima, se detuvo casi, vacío, y se alzó Ivan Basso. Lo hizo imponente, sentado, los brazos sobre el manillar, los dientes apretados en un gesto supremo de sacrificio, trepando poderoso hacia una curva a la derecha donde la carretera descarnada se pega a la roca y mira al cielo. Es un muro. Un kilómetro por encima del 12% de desnivel y tramos del 14, del 15. El italiano lo encaró decidido, convencido de que era la última oportunidad, el rostro negro de la salpicadura del barro, los ojos inyectados en sangre, la cólera desbordada. Cuando se giró para calibrar el efecto de su demoledor ritmo, vio cuerpos retorcidos, caras desencajadas, lamentos. El más profundo, el de Valverde. También sufría Samuel.
La grieta Pedaleaban ambos en el límite. Enganchados con las garras a los dorsales de Basso, que seguía empecinado en dinamitar la Vuelta, Evans, Gesink y Mosquera. Otra descarga cayó entonces del cielo. Era el australiano, desbancado la víspera en Sierra Nevada por culpa de un pinchazo y rabioso. Superó al italiano, elevó un punto el ritmo y Valverde y Samuel perdieron el paso. Se abrió entonces una pequeña grieta por la que asomó el pánico. Fue un instante, pero el líder vio alejarse Madrid. "Por un momento llegué a creer que se me escapaba la Vuelta". El griterío era ensordecedor y Valverde apenas escuchaba a Eusebio Unzue. Le entendió algo sobre Joaquim Rodríguez. Purito estaba cerca y el navarro le pedía que le esperase. Lanzó la vista atrás el murciano y no vio nada. Volvió a mirar hacia adelante y observó a sus rivales alejarse. Samuel cerca de él, ahí mismo; más arriba, los otros cuatro de los que tiraba Gesink como un poseso en busca del maillot oro.
A Valverde no le invadió el miedo. Ahora es un corredor reflexivo que sabe controlar los nervios en las situaciones delicadas que antaño le desbordaban. Es maduro, experimentado. Está preparado para ganar una grande. Razonó en medio de la crisis. Pensó: "Si me cebo me hundo; mejor coger un ritmo". Lo mismo había hecho segundos antes Samuel, quien, sobrepuesto al mal momento, remontaba con alegría hasta llegar a la altura de Mosquera, que pedaleaba solo después de soltar a Gesink.
"Cogí el 27 y el 25 y para arriba". Lo hizo tan simple Valverde, que dio resultado. Primero, congeló la distancia entre Basso y Evans, que reptaban fundidos ante sus ojos. Un acelerón, un impulso sobre los muelles de sus pies y se colocó a su estela. El murciano había resurgido. Allí cogió aliento, pero no esperó mucho. Otro brinco y capturó a Gesink justo cuando La Pandera deja de ser desalmada y da un respiro a los músculos con un pequeño descenso. Los de Valverde, cubiertos de suciedad, negros, como su cara, su culote y el maillot, rebosaban plenitud. Miró al holandés como lo hacía Coppi cuando se disponía a descuartizar a sus rivales: con hambre. Se volvió a impulsar en la bajada y Gesink perdió dos metros irrecuperables en un tramo de repechos en el que recorrió el líder desbocado. Era un bárbaro. Atila.
En meta, donde había llegado Cunego -el italiano se retirará mañana junto a Ballan para centrarse en preparar el Mundial de Mendrisio- más de tres minutos antes, tras entender que la manera de lograr su segunda victoria de etapa en esta Vuelta era colarse en las fugas, pararon antes que Valverde, Samuel, que se sube al podio tras desbancar a Basso, y Mosquera, más contento con el rendimiento que con el resultado, pues apenas recuperó unos segundos que no le sirven para acercarse tanto como hubiese querido al cajón de Madrid. Allí se ve el líder enfundado en oro. "Tengo un 70% de la Vuelta ganada, pero aún queda el otro 30%", dijo antes de recibir sobre el podio el beso frío de las azafatas.
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